DIARIO DE UNA ENFERMERA EN PRÁCTICAS
Futuras enfermeras.
Se acerca vuestro momento. Fuera bolígrafos, apuntes y bibliotecas. Bienvenidas agujas, evolutivos y centros asistenciales. Toca ponerse serias y visitar aquello de lo que tanto nos han hablado. Parecía un espejismo, pero ahora es cierto.
Viviréis mil aventuras, cientos de pacientes distintos, dolencias y situaciones personales adversas; conoceréis familias, individuos y en grado máximo emociones. Seremos enfermeras y podremos relatar mil historias.
Y por ello quiero contaros una mía. En los pocos meses que he podido ejercer gracias a mis prácticas he descubierto un nuevo mundo que ningún libro podría describir: la enfermería es más que saberse el nombre de las enfermedades y la receta mágica para curarlas.
Detrás de cada pinchazo hay una persona que lo siente, que lo asimila y en muchas ocasiones lo daña. Trabajamos con seres humanos, no con muñecos inertes; lo físico termina trascendiendo a lo mental y ahí es cuando el personal enfermero tiene que ser eficiente y procurar el bien que tanto nos han enseñado que debemos cumplir.
Por ello hablaré de Agustina, quien llegó tras la llamada de admisión:
– ¿Tenéis un hueco más para un paciente de “onco”? – preguntó un hombre con la voz ronca. Subiría desde urgencias por un cáncer de pulmón recién diagnosticado.
– Por supuesto- respondió Piedad, la enfermera responsable esa tarde. Tenemos hueco libre en la quinientos veinticuatro-dos.
-Perfecto, pues en unos minutos os la subimos.
Durante esos meses la unidad había sufrido bastantes cambios. España estaba en la recaída del COVID-19 y algunas plantas del edifico habían tenido que ser modificadas para recibir a los enfermos del virus. Esto provocó que nosotros, en un principio destinados para otorrino y hematología, tuviésemos que albergar pacientes de otros diagnósticos.
Para las siete y diecinueve el ascensor abría sus puertas y por ellas salía el celador junto con la camilla en la que tumbada estaba Agustina. No pude verla hasta que pasó por el mostrador, pero cuando lo hizo vi una mujer metida en años. Su pelo ahora cano dejaba ver atisbos, de lo que pudo haber sido tiempo atrás, una hermosa cabellera castaña. Me fijé en sus ojos, que tristes observaban constantemente todo a su alrededor.
El celador se metió en la habitación y tras unos breves momentos salió con la misma camilla ahora vacía. Agustina ya estaba alojada en lo que sería durante un tiempo su nuevo hogar. Me acerqué a la quinientos veinticuatro para realizar un primer tanteo a la paciente y comprobar cómo se encontraba a su llegada.
-Buenos días, Agustina- dije mientras abría su puerta- Soy Zulima, la enfermera de prácticas de la planta.
Asintió con la cabeza, pero no musitó ninguna palabra. Asimilé que tenía dolores y por eso pregunté:
– ¿Le duele algo?
– Sí, me duele bastante el costado y apenas puedo moverme- respondió finalmente.
– No se preocupe, Agustina. Ahora miro a ver si el doctor ha dejado pautado algún calmante para su dolor. Mientras cuénteme de dónde es.
En un principio titubeó al responder, parecía desorientada, pero tras unos segundos de duda me contó que vivía en un pueblo cercano con su hijo mayor. Seguí realizándola diversas preguntas respecto a su entorno y mientras aproveché para ver cómo subía del servicio de urgencias: Tenía una sonda vesical del número catorce, dos vías periféricas del número dieciocho y gafas nasales a dos litros. Concluida la retahíla de preguntas, procedí a tomarle las constantes vitales; todo en orden.
Piedad registró todo lo que le comenté; le administramos un calmante que fue efectivo y la tarde siguió con normalidad.
A la hora de cenar, Agustina llamó al timbre porque necesitaba ayuda y como su hijo aún no tenía autorización del médico para subir a planta, teníamos que ayudarla nosotras. Durante las tardes solo hay una auxiliar de enfermería y como esta estaba ocupada, me ofrecí para darle de cenar.
Así, al ver que de cena tocaban croquetas pude ver cómo se dibujaba una sonrisa en ella. Me contó que era su plato favorito y que su hijo se las preparaba muy a menudo. Me dijo que estaban muy unidos y que tras la muerte de su marido era él quien más se preocupaba por ella.
Transcurrieron los días y durante ellos observaba que su hijo, una vez pudo subir, no se separaba de ella e incluso, mientras dormía, él le daba la mano. Cuando le administrábamos la quimio se encontraba mal, tenía náuseas y estaba muy cansada. Su hijo al verlo padecía con ella, por este motivo, invertíamos bastante tiempo en la habitación, ya que no solo ayudábamos en todo lo que podíamos a Agustina, sino que también procurábamos dar descanso psicológico a su hijo. Aun así, me gustaba entretenerme con ellos, pues Agustina siempre tenía algo que decir y como ya estaba más orientada las conversaciones eran más fluidas.
Pasó un fin de semana en el cual no pude ir y el lunes, durante el cambio, la enfermera de noche nos contó que el hijo de Agustina había muerto el día anterior en un accidente al ir a casa a descansar. Sus hermanos habían decidido que no le dirían nada a su madre de momento.
Me puse en el lugar de Agustina y sentí como una amarga y profunda tristeza me recorría todo el cuerpo, los había visto muy unidos y pensar cómo viviría ahora sin él me provocó una angustia que era incapaz de describir.
Hasta que sus hijos decidiesen contar el fatídico suceso, nosotras debíamos mantener la calma y no contar nada a Agustina. Ella se veía tranquila, aunque sabía que algo no era normal, pues su hijo llevaba ya varios días sin ir a verla. Yo por dentro intentaba ahogar las ganas de decirle la verdad, de liberar en palabras un torrente de emociones trágicas que rodeaban inconscientemente la habitación quinientos veinticuatro, pero mantuve mi silencio.
No fue hasta pasados un par de días que finalmente los hijos se reunieron con su madre. Era un duro golpe para todos y cuando entraron y cerraron la puerta, el personal ya sabía qué era lo que la pared ocultaba. Tuve suerte de estar en el turno en el que decidieron dar el paso y pude observar cómo Agustina, tras la noticia, perdía el aura de simpatía que trajo el primer día.
Pude estar con ella y además de administrar los fármacos recetados para aliviar su angustia y tensión del momento, pude compartir un momento muy humano, en el que con caricias y buenas palabras también intentaba mitigar un dolor que trascendía lo físico y por un instante hice de su sufrimiento el mío.
Pasaron los días. Sus hijos se pusieron de acuerdo y entre todos iban a hacerse cargo de su madre. A mí me alegró ya que una residencia de ancianos hubiese sido otro gran golpe para ella.
Aun así, Agustina seguía muy triste, apenas hablaba y comía; ni siquiera cuando había croquetas. Yo intentaba demorarme para que no se sintiera sola cuando iba a su habitación a tomarle las constantes, determinarle la glucosa capilar o ponerle medicación y que así supiese que tenía nuestro apoyo siempre que lo necesitara. Invertí mucho tiempo intentando hacerla sentir bien pero aun así, sentía que no era suficiente cuando llegaba a casa.
Un día entré a su habitación y la encontré llorando. Me acerqué a ella y cogiéndole de la mano pregunté con el corazón en un puño:
-Agustina, ¿está bien? ¿necesita algo? Sabe que puede pedirnos cualquier cosa.
Ella levanto la mirada y aún con lágrimas en los ojos y la voz quebrada me respondió:
-Lo que necesito ya no podéis devolvérmelo.
Esas palabras terminaron de romperme por dentro y una vez más intenté darle todo mi apoyo, aunque en estas situaciones nunca es suficiente.
A los pocos días le dieron el alta hasta la llegada de un nuevo ciclo de quimio, antes de irse con su hija se paró en el mostrador para darnos las gracias por todo lo que habíamos hecho por ella, me dio la mano y con una mirada comprendí que no solo la había ayudado en su enfermedad, sino que también había ayudado a curar su alma.
Así que, futuras enfermeras, conocemos la teoría, pero son este tipo de pacientes y casos los que nos harán mejores personas y grandes profesionales. Despertad los cinco sentidos, porque a partir de ahora, vuestra vida cambiará para siempre.